Un año más llegan las Perseidas a los medios de comunicación. Su popularidad hace que ya conozcamos muchas historias de estos meteoros que entran en la atmósfera terrestre. Pero existe una pequeña historia que no se ha contado tan a menudo: su estudio comenzó hace casi dos siglos gracias al trabajo de un puñado de gente que decidió tomar nota de lo que observaba en el cielo.
El verano de 1836 le pilló a Adolphe Quetelet (1796-1874) trabajando en el Observatorio de Bruselas (Bélgica). Un decenio antes había conseguido convencer al gobierno belga y a donantes particulares para construir ese centro astronómico y poder comenzar un programa de observación de objetos celestes. Quetelet era matemático y un apasionado de los datos y las estadísticas. De hecho, su contribución más conocida es haber sido pionero en la antropometría –o, como él la denominó, “física social”–, así como el primero que diseñó un índice de masa corporal que, además de medir el peso, tuviera en cuenta la altura.
Litografía de Lambert Adolphe Jacques Quetelet. Library of Congress
Desde 1834 había comenzado el recuento de meteoros, las estrellas fugaces que aparecían de forma inopinada por el cielo. Estaba convencido de que, al igual que al contar los suicidios en Bélgica o el crecimiento de la población de diversas ciudades, la ciencia encontraría la verdad estadística detrás del aparente azar de esos sucesos. Entre ellos, de esas trazas luminosas en el cielo.
Quetelet anotó el súbito incremento de meteoros entre el 8 y el 15 de agosto. Había tradiciones anteriores que ligaban ese fenómeno a la fiesta católica de San Lorenzo, conocido popularmente como “lágrimas de San Lorenzo”. Aunque él habría desdeñado esa explicación, siendo como era un personaje anticlerical y liberal.
Escribió a otros colegas y elaboró un pronóstico: el año siguiente el incremento tendría su máximo la noche del día 10 de agosto. Acertó, aunque en Bruselas estaba nublado esa noche y no pudo hacerlo desde su observatorio.
El crédito se le otorga a un aficionado a la observación del cielo estadounidense, Edward Herrick. Fue el primer astrónomo en reconocer el máximo de las Perseidas, sin determinar aún su radiante, el lugar del cielo del que parecen venir desde la última semana de julio y hasta una semana antes de acabar septiembre.
La caza de estrellas fugaces
En esos años, Quetelet, junto con otros observadores como François Arago en Francia, Heinrich W. Olbers y Alexander von Humboldt en Alemania, Alexander C. Twining en los Estados Unidos y algunos más, unos profesionales y otros aficionados a la astronomía, caracterizaron las principales lluvias de estrellas fugaces. Para ello, contaban cuántas se veían cada noche y por dónde aparecían en el cielo.
Fue uno de los primeros ejercicios de colaboración internacional en astronomía, con publicaciones de los datos en boletines que circulaban entre los astrónomos interesados. Las primeras en ser caracterizadas fueron las Leónidas de noviembre en el año 1834. Luego las Líridas de abril en 1836. Y, por supuesto, las Perseidas. A lo largo de su vida, Quetelet publicó más de cincuenta estudios sobre estrellas fugaces.
Comenzó entonces la costumbre de denominar a cada lluvia con el nombre de la constelación (o estrella concreta) de la que parecían provenir las estrellas fugaces. De ahí vienen los nombres de Leónidas (Leo), Perseidas (Perseo) y Delta Acuáridas (δ Aqr o Scheat es la cuarta estrella más brillante de la constelación de Acuario).
Podemos ver Perseidas en cualquier lugar de la bóveda celeste. Sin embargo, esa traza de luz parece provenir (aunque no la veamos) de la constelación de Perseo.
Si juntáramos imaginariamente todas las fotos (o las registramos con una cámara en exposiciones prolongadas) ese efecto de que las fugaces parecen radiar de un solo punto es muy evidente. De ahí precisamente llamar a ese punto “radiante”. Es un efecto visual debido a la velocidad de nuestro planeta y de estos fragmentos de polvo cósmico. La analogía más sencilla es lo que vemos cuando estamos conduciendo el coche en una nevada. Los copos que caen hacia el suelo parecen venirse contra el parabrisas delantero proviniendo todos de un punto, efecto de la suma de velocidades del coche y de los copos.
El origen de las Perseidas
Aunque en esos años pioneros de mitad del siglo XIX se comenzó a entender que el origen de esos meteoros era extraterrestre, que se trataba de polvo u otro material cósmico que entraba en la atmósfera terrestre a gran velocidad y se quemaba a gran altitud, hubo que esperar hasta 1867 para comprender de dónde venía ese polvo.
Esto fue posible gracias al descubrimiento del astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli (que pasaría a la historia por haber creído descubrir los canales de Marte unos años después). Lo hizo tras analizar la órbita de un cometa que había sido descubierto en verano de 1862 de forma independiente por dos astrónomos estadounidenses en su acercamiento hacia el interior del sistema solar: Lewis Swift y Horace Parnell Tuttle. Las observaciones realizadas por diversos astrónomos permitieron comenzar a definir cómo era la órbita de este cuerpo cuyo núcleo tiene unos 26 kilómetros de lado.
La zona del cielo que recorría el cometa Swift-Tuttle (oficialmente catalogado como 109P/Swift-Tuttle) era similar a la ocupada por los meteoroides que producían las fugaces. “Meteoroide” es el nombre con el que se denomina en astronomía a cualquier cuerpo que potencialmente acabará entrando en la atmósfera. Sin embargo, popularmente se habla de “corrientes de meteoros” para identificar estas regiones con abundancia de partículas rocosas más o menos grandes.
Schiaparelli escribió en 1867 que el origen de las Perseidas sería material que el cometa Swift-Tuttle perdía a lo largo de su órbita, un viaje que cada 137 años le permite hacer una revolución en torno al Sol en una órbita periódica muy excéntrica. Posteriormente se fueron encontrando los cometas (y algún asteroide) responsables de las lluvias de meteoros, actualmente unas 110 diferentes.
Las lecciones de las Perseidas
Ya en la segunda mitad del siglo XIX los historiadores de la astronomía (que eran habitualmente astrónomos o aficionados) empezaron a recoger en los tratados antiguos, también en los de otras culturas que se iban descubriendo a pesar del encendido eurocentrismo de la ciencia entonces, los datos de observaciones de estrellas fugaces. Hasta entonces, los autores los habían asociado a fenómenos aciagos o propicios.
Se estaba venciendo una tradición que había ignorado muchos fenómenos naturales por parecer menores, quizá por la fuerza intelectual que tuvo la obra de Aristóteles durante milenios. El filósofo despreció la naturaleza de cometas y estrellas fugaces por ser simplemente fenómenos producidos por gases que emanaban de los pantanos, algo similar a los fuegos fatuos. No eran, por lo tanto, cosa del cosmos perfecto y divino.
Sin embargo, con Halley los cometas se elevaron al rango de cuerpos cósmicos y, posteriormente, con los astrónomos que comenzaron a contar las fugaces se vio que este fenómeno que se da en nuestra atmósfera (entre 100 y 200 kilómetros de altitud normalmente) y a gran velocidad (entre 50 y 200 kilómetros por segundo) tenía un origen cósmico. Polvo de cometas y asteroides tenían el mismo origen que los demás cuerpos de nuestro sistema planetario.
El análisis sistemático del que personas como Quetelet fueron pioneras se ha mantenido desde hace ya más de un siglo. Se siguen registrando los mismos datos de cada fugaz, con la ayuda ahora de medios más precisos y de imágenes que podemos analizar.
Hoy también se registran señales de radio porque hay fugaces en todas las frecuencias del espectro. Por otro lado, los modelos de dinámica de partículas nos permiten entender mejor las lluvias de meteoros y hacer predicciones (por ejemplo, de cuándo se producirá el máximo o durante cuánto tiempo) más precisas.
Pero, ¡ay!, también hemos comprendido que ese pronóstico, como los de cualquier sistema físico complejo, como las corrientes de meteoroides, se resiste a poder ser predicho con certeza. Por eso hace falta que cada año muchos nuevos datos permitan seguir conociendo mejor las Perseidas, como comenzó a hacer Quetelet hace ahora casi dos siglos.
Javier Armentia, Astrofísico y director del Planetario de Pamplona, Planetario de Pamplona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.